A pesar del dolor
La madre de Fernando, la abuela Ana, tenía una personalidad similar. De cuerpo pequeño, nariz ancha, ojos muy grandes, pelo dividido al medio y atado en grueso rodete, con gestos lentos resolvía todo con suma tranquilidad. Como la casa de la abuela empezaba donde terminaba el patio de la casa de su hijo Fernando, Alba y Clara pasaban mucho tiempo con ella. Ana las malcriaba, según Teresa. Y no estaba muy lejos de la verdad, la abuela era capaz de vaciar el ropero para que las niñas jugaran "a las casitas" allí dentro. "Escondía naranjas en la casa para que nosotras las buscáramos. Festejábamos el descubrimiento del tesoro como si se tratara de barras de chocolate", recordó Clara.
Ana reía para adentro, sin sonido, como Fernando, y acariciaba la cabeza de sus nietas con mucha ternura. Su dulzura contrastaba con su historia de vida.
Clara podía recordar cómo miró a su suegra en el féretro. La misma Ana debió sentirse extraña. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquél día en que subió a esa vieja chata de campo con sus diez hijos, en escalera de dos a trece años y uno en la panza? El camino de dolor que había transitado desde sus quince años hasta ese día había permanecido en los recuerdos amordazados. A nadie le había contado cuánto lloró cuando su padre le dijo que la había dado en matrimonio a Juan Schafer, el hijo de Pedro Schafer, un inmigrante suizo, tan conocido por su capital como por la dureza de carácter de su mujer. A Juan lo había visto sólo dos veces y apenas si le conocía la voz. Ella era una niña y él un hombre de casi treinta años, ¿de qué podían hablar? A nadie le contó cuánto había llorado el día de su casamiento, cuando aprendió a la fuerza lo que era la furia pasional de un hombre, del que nunca pudo adivinar los sentimientos; la muerte se lo llevó mientras ella criaba a sus hijos. A nadie le contó cuánto había llorado después de enfrentar a su suegra, doña Ema, de mirada azul como el acero, pelo rubio y apretujado en rodete, cara tan bella como impenetrable, quien dijo al conocerla "y esta italiana con cara de rata mojada eligió hijo para hacerse un futuro. Ésta no le va a dar más que hijos". Doña Ema, sólo hablaba en castellano cuando quería ofender, el resto del tiempo hablaba en alemán; insultaba siempre con las mismas expresiones y tanto las repetía que sus nietos las memorizaron de por vida. Y doña Ema marcaba bien las diferencias entre los nietos aceptados y los despreciados. En la larga mesa familiar, "los hijos de la Ana", como los llamaba para dejar bien en claro que ésos no eran sus nietos queridos, se sentaban al final de la ronda de la comida, así que más de una vez se quedaban sólo con las papas, mientras los demás comían carne.
Juan hacía mucho para engordar el imaginario de su madre; un hijo atrás del otro; ningún proyecto conversado con su mujer; mucha juerga y poco trabajo. Con el paso de los años, la artritis le había encogido el cuerpo a doña Ema, pero no el carácter. Asestaba un fuerte bastonazo en el piso de la galería cada vez que le anunciaban un nuevo niño, al que no miraba ni cuando estaba en la cuna. Los nietos, queridos o no, a medida que crecían aprendían a huirle, a ni siquiera reír o moverse en su presencia.
Ana buscó en su memoria, mientras miraba a su suegra muerta, si alguna vez sus hijos recibieron una caricia de esa abuela tan dura. Sólo podía recordar el día que los echaron del campo. A pesar del gran susto con el que partieron calladitos, mirando el camino de tierra, mientras el caballo tiraba lentamente de la chata, estaban contentos de alejarse para siempre de esa großmutter que habían aprendido a temer, pero nunca a querer. Ni siquiera entendieron bien por qué se tenían que ir; no preguntaron, sólo se fueron. Ana sí sabía. La muerte de su marido, después de una corta neumonía, la lanzó a su suerte en la misma acción de subirla a esa chata destartalada, junto a sus diez niños y el que venía en camino, apenas regresados del entierro. Nunca se preguntó si sintió tristeza por la muerte de Juan. Lo que tuvo que lucharle a la vida para criar a sus hijos no le dio tiempo, ni le dejó corazón para la congoja.
Clara, quien no se atrevía a mirar a la muerta, escudriñó el rostro de su abuela y vio una mirada muy diferente a la habitual. Los ojos de abuela Ana parecían despojados de sentimientos. Su expresión se podía traducir con un "lo siento doña Ema, no puedo llorar su muerte, el llanto lo tengo gastado". Abuela y niña se alejaron de aquel féretro. "No tengas miedo, ya está muerta", fueron las palabras de Ana. En aquél momento Clara, quien no tenía más de diez años, pensó que se las decía a ella. Ahora podía comprender que su abuela se las había dicho a sí misma.
Clara, también interpretó de manera errónea lo que creyó era una señal el día que el piano comenzó a sonar solo, en el living de su casa. Una semana antes había fallecido abuela Ana, luego de varios días de prolongados quejidos. Clara tapaba sus oídos con dos almohadas para no escucharla y no fue a verla desde que empezó la agonía. "Chinita pava, después te vas a arrepentir", le había dicho Teresa, sin comprender que para Clara era muy importante conservar el recuerdo de la abuela dulce y sonriente y no el de una anciana empequeñecida y agonizante.
A Ana la velaron en el living de la casa de Clara, junto al piano, lo único que no se había podido mover de la sala. Durante el velatorio, cada vez que Clara, desde la puerta levantaba la vista, se topaba con la visión de la gruesa nariz de su abuela y de telón de fondo, el piano. Quince días después tenía examen final en el conservatorio, debía ensayar. En cada intento, se le representaba la imagen de la nariz de su abuela contra el marrón de la tapa del piano y abandonaba la práctica. Una tarde, Teresa, antes de partir en el auto con su marido, la obligó a volver a sus lecciones. Clara interpretó torpemente un par de sonatas un buen rato y cuando suspendió para dirigirse a la cocina, escuchó nítido el sonido del piano. Sonaba solo. Tal fue el susto que se subió al paredón y saltó a la casa contigua, la de tía Yeyena. De allí no regresó hasta que sus padres volvieron a la casa y, a pesar de las amenazas de su madre, no retomó los ensayos. De profesora de piano se recibió, pero al piano no lo volvió a abrir. Para Clara, era un pedido de su abuela. "Ahora que ya ni sé la ubicación de las teclas, me doy cuenta de mi equivocación: abuela Ana jamás hubiera querido eso", dijo Clara, meneando la cabeza.