Abrazo blanco
El niño no corre. No puede. Sus piernas han recorrido demasiado camino o la desesperación le venció el ánimo. Aprieta un envoltorio contra el pecho y de tanto en tanto mira hacia atrás. No es mucho lo que alcanza a ver porque el viento levanta la tierra del camino. También mira el interior del envoltorio y ruega. Hacia los costados no mira, quizás el cansancio se lo impide o lo que vería lo atemoriza. Sus pasos son cada vez más desparejos y el cuerpo se le ha vencido a la altura de los hombros, pero sigue. En su rostro el polvo mezclado con las lágrimas le han ido formando hilos de mugre, tan irregulares como el andar. La melancolía le ha ganado a la tristeza en los ojos y los párpados. No se da cuenta si hace calor o frío. No siente más que el cansancio y el miedo. No sabe hacia dónde va, tan solo que debe ir, nunca volver.
Y camina... y camina...
Le duele el dedo gordo del pie derecho, pero no se detiene. Recuerda que para salir de entre los escombros tuvo que forcejear y una de sus zapatillas se rasgó a la altura de ese dedo. Trata de encogerlo para no rozar el pedregullo del camino; la arena aprovecha el hueco y se le mete debajo. "Es peor" piensa, pero no quiere detenerse a sacarla. No debe hacerlo.
Y camina... con los dedos fruncidos, la arena raspándole la planta del pie y las manos aferradas al envoltorio. El viento le abre la camisa entre ojal y ojal, se eleva por debajo de la botamanga del pantalón y le empieza a cuartear la piel de las mejillas, las manos y los talones sin medias. Él, como si no lo sintiera, camina... camina.
Sus pasos se hacen cada vez más inseguros y lentos. Pisa en partes, tropieza, pero mira hacia adelante. Escucha el ruido del hambre en sus tripas y se arrepiente de haber devorado tan rápidamente ese trozo de pan que su madre había introducido en su bolsillo. "Por si ocurre lo peor", explicó ella y ahora lo comprende. Escarba el fondo del bolsillo, dos migas se incrustan entre la uña y la carne de dos de sus dedos. Los chupa hasta que solo siente el sabor de la mugre de su mano. Acomoda mejor el envoltorio, mira en su interior y continúa.
Camina con los pies lastimados, la cara helada y la panza chillona. La sed amenaza sumarse al infortunio. Olvidó la botella de agua y en el camino no encontrará, lo sabe, de modo que intenta aliviar la sequedad con su lengua; los labios parecen de cartón arrugado y la lengua se le convirtió en lija.
Nuevamente gira la cabeza para escudriñar ese horizonte de tierra y horror. No ve nada pero escucha algo que lo obliga a correr. Corre hacia la vera del camino, tropieza y rueda. Se arrastra, sin soltar el bulto que se mueve entre los trapos que lo envuelven, y logra parapetarse detrás de los hierros chamuscados de un auto acostado sobre dos ruedas, con la trompa arrugada contra los restos de un muro. Allí se queda, controlando hasta los latidos de su corazón. ¡Si lo descubren!; ¡Dios no lo permita! ¡Dios, no lo permitas! Su cabeza reza; su corazón ruega. En su mente se mezclan las imágenes: la carraspera de su papá, la risa entrecortada de su mamá, la suavidad de la mano de su abuela, los pisotones de su hermano mayor... No quiere pensar que todo eso es solo recuerdo. Las palabras de su madre le susurran: "si ocurre lo peor, corran hacia la ruta y sigan hacia abajo. No se detengan hasta encontrar a los buenos". Su hermano había preguntado cómo harían para saber cuáles eran los buenos y su madre le había respondido: "visten de blanco". De blanco vestía su profesora de violín la última vez que la vio. Fue en el teatro. Su madre los llevó, a su hermano y a él, cuando la orquesta de la profesora dio un concierto gratuito. Llegaron tarde y les tocó la última fila de la galería. Desde allí, de su profesora solo alcanzaba a ver la blancura del vestido, el brillo de su pelo zanahoria y el de su violín bajo las luces. Eso solo le alcanzó para no olvidar ese momento. ¿Volvería a escucharla? ¿Volvería a ver esos rulos anaranjados? Si eso ocurría, prometía ensayar hasta que le salieran callos en los dedos.
El niño aprende a pensar en condicional mientras un camión, colmado de soldados de celosos fusiles, pasa, y a su paso levanta papeles, trapos y plásticos, que mansos vuelan o ruedan hasta un nuevo destino. Nada de eso ve el niño, ocupado en no respirar, en no moverse, en no dar signo de vida que pueda hacer retroceder a los del camión. Ni siquiera se atreve a volver a mirar en el interior de los trapos cada vez más desacomodados entre sus brazos. Él no ve a los que pasan, los escucha y conoce bien el sonido del horror. El auto quemado rechina tras el paso del camión. El niño, eso, no lo escucha. Sólo el camión es el eje de su angustia. Sabe que el camión, los soldados y los fusiles son "lo peor".
Largo rato espera agazapado antes de destapar el bulto. Justo en el momento que va quitando las capas de trapos, una mano lo toma por uno de sus hombros. Está a punto de pegar el salto, cuando una voz lo tranquiliza: "tranquilo, somos de la Cruz Roja; estás fuera de peligro". El niño no mira el rostro de la médica que ensaya una sonrisa para él; no importa si no entiende sus palabras, en la blancura de su uniforme siente un abrazo blanco. Con un gesto de labios mudos pero ojos aliviados, el muchacho de sólo diez años en el cuerpo y como cincuenta en el alma, parece decir "salve a mi hermanita", al tiempo que entrega el envoltorio.