Aunque sea difícil
Aceptar fue lo que más le costó a Vicente ante la muerte de su mejor amigo. El recuerdo de ese joven que Clara había conocido, hacía tantos años que ya ni podía precisarlos, se le presentó nítido.
Vicente sólo había conocido a su madre mientras él estuvo en su vientre. Para los que viven en el campo, y sobre todo en tiempos de traslados en vehículos de amortiguadores más duros que el apero de un caballo, y a veces de tranco más desparejo que el de un burro, estar embarazada es más una aventura riesgosa que una dulce espera. De modo que cuando Corina, la mamá de Vicente se dio cuenta de que el parto se adelantaba, se resignó a un "llegó el momento" y enfrentó lo mejor que pudo el tránsito dificultoso hasta el pueblo. Pero de los dolores al parto hubo un largo trecho. "No hay dilatación", dijo la matrona, y hubo que esperar. Un día de contracciones agotadoras acabó con las fuerzas de la parturienta y hasta con sus ganas de vivir. El bebé llegó y ella partió. Vicente lanzó su primer berrido y ella cayó sobre las sábanas sudadas y ensangrentadas; la hemorragia le ganó a sus fuertes deseos de ser madre.
El viudo no quiso ni conocer a su hijo. Salió a tranco largo por el pasillo del hospital y se dedicó, hasta el día de su muerte, cinco años más tarde, a la doma de caballos. El pobre Vicente pasó derecho a la casa de su tío Primo, quien ya había conseguido una nodriza, la que amamantaba por turno a su hijo y a Vicente.
Pero cuando el niño cumplió diez años, su tío decidió que ya estaba grande para andar prendido a la pollera de una nodriza, así que le cambió la única madre que él conocía por un perro. Ese montoncito de pelo amarillo, al que llamó Bobi, pasó a ser el mejor amigo del niño.
Bobi creció para correr, la lengua afuera, junto al caballo de Vicente, manteniendo el ganado a raya, o acompañando a su amo amigo a pescar al arroyo. Apenas se movía su dueño, Bobi paraba sus orejas y se disponía a seguirlo, adonde fuera. Vicente le hablaba y él le respondía moviendo la cola, las cejas, las orejas. Hasta parecía sonreír ante cualquier expresión de cariño de su amo.
Para Vicente, Bobi compensaba la ausencia de la madre que no conoció, el amor de la mamá sustituta, la protección del padre que no lo quiso conocer y los juegos de su hermano de leche. Niño y perro ganaron en altura y travesuras compartidas. Juntos eran muy felices, hasta que un día apareció un cerdo muerto en el chiquero y, al siguiente, otro. La verdad fue una daga en el corazón de Vicente, quien tenía sólo quince años, pero sabía lo que eso significaba: Bobi había adquirido una maña de la que no se vuelve. Trató de buscar otras explicaciones: tal vez era algún puma que andaba hambriento; tal vez los chanchos se habían enganchado el cogote en el alambre de púas... hasta que vio con sus propios ojos, que su perro, cual certero carnicero, clavaba sus colmillos en el lugar exacto para que el cerdo quedara tendido en el suelo, pataleando y lanzando el último gemido.
Con mucha tristeza le dijo a su tío lo que ocurría, esperando algún consejo mágico. Primo, gringo tosco y directo, no dijo una palabra, puso un rifle sobre la mesa y miró a su sobrino, con la orden implícita en el ceño fruncido.
Vicente tomó el rifle, se subió a su caballo y le silbó a su perro. Bobi corrió delante del caballo, por la huella que conducía al arroyo, como siempre, sin desconfiar. El jovencito se bajó del caballo, empuñó el rifle y con gesto indeciso apuntó y disparó. La bala apenas si rozó al perro, pero sirvió para que huyera en medio de un gemido desgarrador, extrañado por el comportamiento de su amigo.
El joven creyó que había perdido a su perro, pero estaba feliz porque su amigo seguía vivo. Volvió a la casa, a comunicarle a su tío que había dado muerte a Bobi. Pocos días después, tío y sobrino estaban almorzando cuando el perro se asomó a la ventana, gimiendo y sangrando. Primo, sin mirar a su sobrino, se levantó, buscó el rifle y de un solo tiro en la cabeza, terminó con el animal.
"Las leyes del campo no tienen explicación, sólo
son", pensó la anciana, ante el recuerdo de Vicente, ese joven de mirada
huidiza que había conocido en sus vacaciones de adolescente, en el campo de
unos parientes de Teresa. En la finca contigua vivía Primo Boggio con su
sobrino. Con el joven no había cruzado más que miradas esquivas, pero en los
ojos de Vicente adivinó las ausencias.