Camino de matuastos

26.06.2017

Alberto era como burro de carga para el trabajo. Con los principios de sus antepasados gringos en sus venas, no faltaba jamás, ni a la faena ni a su palabra. De contextura delgada, podía, sin embargo, cargar bolsas de cemento durante media mañana o quedarse hasta el anochecer pegando azulejos, solo porque se había comprometido a terminar durante ese día. Hablaba poco y trabajaba mucho, dos cualidades que no le hicieron faltar el alimento, ni en los peores tiempos de crisis. En su casa era de andar tranquilo y hablar bajito y pausado; en su oficio de albañil era ágil y enérgico. Ya a los veinte años podía detener una pelea entre sus compañeros solo con la palabra justa, la reflexión adecuada. Se llevaba bien con todos, pero principalmente con su propia persona. Así como compartía de muy buen humor chistes y chanzas con los demás, podía permanecer por varias semanas aislado, solo, en los más recónditos lugares.

En uno de esos alejados rincones de Córdoba, Sebastián Elcano, se encontraba trabajando, en absoluta soledad, desde hacía tres semanas, en el verano de 1948, colocando pisos y azulejos en una finca campestre. Llevaba una semana a puro mate con yerba secada al sol. Eso era su desayuno, almuerzo y cena. Ya habían pasado diez días desde que el capataz de la obra le había prometido que llegaría con mercadería... y nada. Ninguna noticia. El sol se hacía cada vez más abrasador y él sin su carabina, fue lo que lamentó con cada perdiz que pasaba cerca. "¡Cuánto hace que podría estar comiendo carne!", se decía.

Era 15 de febrero, recordó que su madre cumplía años al día siguiente; la tormenta de la noche anterior, demasiado larga para ser verano; el recuerdo de su carabina y las tripas que le hacían ruido, lo decidieron a las cuatro de la mañana a emprender el descenso hasta Río de los Sauces, donde sabía que salía un colectivo para Río Cuarto.

Enterrándose o resbalándose en el barro; evitando o pateando piedras, tomó por el sendero más directo y caminó y caminó y caminó. Después de la lluvia, la madrugada estaba fresca así que el entusiasmo movió su espíritu y bajó silbando, de a ratos canturreando uno de esos tangos que tanto le gustaba bailar: La percanta está triste/¿Qué tendrá la percanta?/En sus ojos hinchados se asoma una lágrima, rueda y se planta.

Al llegar al pueblo, fue directo a la pensión de donde salía el colectivo. Grande fue la desazón cuando le dijeron "el camino está intransitable por las lluvias de anoche. El colectivo no sale". Se debió haber pintado la decepción en su rostro porque la empleada de la empresa de colectivo y dueña de la pensión, le agregó: "el que seguro sale es el de Alpa Corral. Me informaron que por allá no llovió tanto".

Con el alma renovada pero el sol nuevamente alto y pegajoso por la humedad, Alberto siguió caminando hacia Alpa Corral. Tal como le habían dicho, a pocos kilómetros de abandonado Río de los Sauces, el camino no acusaba rastros de la tormenta. El terreno guadaloso era como pesada y caliente arena del desierto. En el camino, una huella ancha cavada entre barrancos altos y pedregosos, el joven comenzó a sufrir el clima, el cansancio y la sed. Al hambre lo había calmado en la pensión, con un desayuno medio pobre por el miedo a que el dinero no le alcanzara para el pasaje, pero desayuno al fin, de aromático mate cocido con pan casero. Calculó que unos quince kilómetros había transitado apenas y su cantimplora estaba casi vacía. Ninguna indicación de cuánto faltaba para Alpa Corral. Solo esa hondonada, de a ratos pedregosa, de a ratos guadalosa. Miró su reloj y recordó lo que le había dicho la dueña de la pensión: "si no llega antes de la noche, pierde el colectivo". Se le había hecho la tarde y no llegaba ni sabía si estaba cerca o lejos de su destino.

Se pasó su pañuelo por la frente por centésima vez cuando en medio del camino vio cuatro matuastos, gordos, horribles, que se tiraban tierra en el lomo para calmar el calor. Nunca les había temido, pero estos tuvieron un comportamiento inusual: giraron hacia él, lo miraron a los ojos e inflaron el lomo, como para atacar.

- Bichos de mierda, ¿no me van a dejar pasar? -gritó con toda la bronca acumulada por las contingencias de su viaje.

- Nadie pasa por acá. Este camino es nuestro -le respondió el matuasto más gordo, medio metro más adelante que los otros.

- ¡No puede ser! Ningún matuasto habla -exclamó Alberto, más sorprendido que asustado.

- Y ningún humano pasa por acá, -insistió el lagarto, con mirada severa en sus ojos saltones, bien plantado en sus cortas patas delanteras, su abultado vientre enterrado en el fino guadal y su cola peinando la tierra, en lento movimiento de abanico.

Alberto pegó un salto hacia atrás. Miró largo rato al pequeño batallón de reptiles, que al mando del que hablaba, lo miraba con cara de pocos amigos. Se quedó esperando nuevas sentencias, pero los matuastos habían regresado a su tarea de echarse guadal en el lomo. El pobre albañil no podía creer lo que le estaba ocurriendo. Sacudió la cabeza varias veces, pero de todos modos prefirió volver unos metros y esperar a que se fueran, a la sombra de unos molles que había visto en un recodo alto, donde la barranca tenía la altura de una pirca y ganaba en vegetación. Así hizo. Se sentó y recostó contra el tronco de uno de los árboles. El cansancio lo venció y se quedó dormido.

Al despertar, los matuastos ya no estaban. Ni un rastro de ellos. Mientras retomaba su ruta, Alberto se preguntaba: ¿se recostó contra el árbol por el cansancio y los había soñado? o ¿efectivamente los matuastos no lo dejaron pasar? No contaría ni una ni otra versión de la historia hasta su vejez, cuando sus nietos lo escuchaban embelesados ante la ilusión de unos lagartos habladores.