Con historia previa
Tal vez sería mejor pensar de dónde le venía esa... esa... ¿capacidad?
"Tío Marcial... Me parece que él fue el primer brujo de la familia", pensó Clara, al menos hasta donde podía escarbar en el árbol genealógico de su familia materna. De la familia de su papá no sabía lo suficiente como para armarse de alguna sospecha en ese sentido.
Marcial era tío de Teresa. Un digno representante del mestizo argentino, pero con más rasgos indios que ningún otro integrante de la familia: retacón, piernas chuecas, nariz ancha y achatada, frente escasa, pelo abundante y piel muy oscura ¿Cuántos años tenía? A nadie le importaba porque para todos sus hermanos, era simplemente el mayor. Además, bien podía ser que entre la fecha de nacimiento y la que figuraba en el Registro Civil hubiera un par de años de tardanza.
Clara sólo lo podía recordar arrugado y con pelo corto, grueso y canoso; parecía un cepillo metido en la ceniza. Sus camisas también eran muy blancas. Todo él, como buen gaucho, lucía impecable. Nada de pilchas costosas porque no le daba el cuero para lujos, pero llegaba siempre de rigurosa bombacha negra, camisa blanca y pañuelo con guardas negras y blancas. Los años le habían arqueado las piernas pero no la espalda, así que caminaba bamboleándose como ganso en el barro, gastando las alpargatas por los bordes externos, pero con la cabeza bien erguida.
En la casa de Clara, todos esperaban su visita con mucha alegría porque siempre llegaba cargado de viejas historias de aparecidos y nuevos remedios caseros. Cualquier recomendación del tío, para Teresa era palabra sagrada. "Así fue que se me pasó la otitis con unas pitadas de chala en las orejas y desaparecieron unas verrugas de mis rodillas con el pis de cada mañana", pensó Clara, con el mismo convencimiento de su madre.
Apenas asomaba su nariz de indio en la puerta cancel, ella corría a sacar una silla al patio para que el tío descansara y se tomara unos mates, mientras repartía sus historias ante los ojos respetuosos de Teresa y los asombrados de Alba y Clara.
Pero una mañana llegó y Clara sólo lo miró desde la silla en la que había desparramado su desgarbada figura.
-¿A qué se debe la cara de mate lavao?, preguntó el tío.
-Me duele una muela, respondió la jovencita, en tono quejumbroso.
-Abra la boca, dijo él, con actitud de médico a punto de auscultar a su paciente.
Clara abrió su boca hasta donde se lo permitía el dolor.
-Vaya caminando despacito hasta el fondo del patio... pero despacito, fue la recomendación.
-No tío, no tengo ganas de caminar ¡Me duele la muela!
-¿Sabe rezar?
-Y claro, ya hice la comunión, ¿no se acuerda?
-No soy yo quien se tiene que acordar, sino usté, ironizó, y volvió a la recomendación: vaya hasta el fondo del patio... despacito y sin mirar para atrás. Cuando llegue al fondo, rece tres Padre Nuestro y dos Ave María. Rece sin mirar para atrás. Rece con el corazón. Vaya, chica, vaya.
Clara se levantó de la silla y empezó a transitar los casi treinta y cinco metros de terreno hasta el fondo del patio... muy despacio. Pasó frente a la fila de claveles, calas, rosas y violetas que su madre había regado muy temprano. El aroma de las flores se mezclaba con el de la tierra mojada "¡Nunca me había fijado tanto en el color de los claveles; en las terminaciones acampanadas de las calas; en la belleza de las violetas ni en el alcance del perfume de las rosas!", recordó, regocijada por la nitidez con la que podía rememorar colores y aromas de ese día. Y el recuerdo siguió: medio agachada había caminado entre los durazneros y perales que su padre curaba con los remedios de tío Marcial. Nuevos aromas inundaron sus sentidos. "Me acuerdo que me dieron ganas de gritarle a mi hermana: ¡vení, hay duraznos maduros! Pero resonó en mi cabeza la recomendación de no mirar para atrás y seguí hasta el tejido metálico que me avisaba que el terreno se terminaba. Del otro lado, la casa de mi abuela Ana", siguió escarbando Clara, en sus remembranzas.
Había entrelazado sus dedos y rezado sin abrir la boca, con ganas, pero para adentro, como para que las oraciones retumbaran en su interior. "¡Cómo me acuerdo! Di la vuelta y volví igual de despacio, aunque el tío nada había dicho de cómo tenía que volver. Cuando llegué junto a él, sentado en la silla que yo había dejado, me dijo: vaya chica y prepáreme el agua para unos mates. Cuando regresé con la pava caliente, me preguntó: ¿y la muela, cómo va? Llevé la mano a mi cara y exclamé ¡no me duele más! Él me respondió: bué... me merezco unos buenos verdes, ¿no? Así fue como pasó", dijo Clara en voz alta.
Teresa, ese día había preparado unos mates espumosos, mientras miraba con orgullo y admiración al tío de los mil recursos. Sin dudas él había sido el primer brujo de la familia.
Las historias de tío Marcial también estaban cargadas de premoniciones, presentimientos, como un libro-álbum de cuentos de misterios del más allá y el más acá. La ronda de sillas en torno a él para escuchar sus relatos era uno de los momentos más esperados de las reuniones familiares. Con una mano apoyada en una rodilla y el mate en la otra, de su boca brotaban, sin apuro, las historias, como aquella de don José, que Clara podía repetir con lujos de detalles porque también ella se la había contado a sus hijos:
Como todos los domingos, José García, cuando terminaba la hora de la siesta, ensillaba su caballo para ir a tomar unas copitas de grapa al almacén del gringo Caramuti. Como todos los domingos, Blanca Salcedo de García, se quedaba sola, esperando que su marido regresara del almacén que se transformaba en bar a esa hora de la tarde. Casi cuarenta años de los mismos domingos. Nunca le había pesado la partida, ni la espera, ni el regreso "entonado" de José; ni siquiera después de que los hijos emigraran a la ciudad y la soledad se hiciera más silenciosa. Ese domingo era distinto. En realidad ni doña Blanca ni don José intuyeron que fuera distinto. Fue lo que ella dijo:
-¿Y si no va?
Lo dijo bajito, sin reclamo, como una posibilidad más entre otras. Don José la miró y, sonriendo, le respondió sorprendido:
-¡Eh!, ¿qué pasa? ¿Acaso se siente mal?
-No, no. Vaya nomás. No me haga caso.
José rozó con su mano el pelo y con sus labios la frente de su mujer; montó su pingo amigo; caló el ala del sombrero y rumbeó para la tranquera. La tarde todavía conservaba el calor de la siesta veraniega, pero desde el pasto, mojado por la lluvia que había durado casi todo el sábado, se levantaba un fresquito agradable. Silbando una vieja tonada, don José fue llevando al lobuno hacia el camino de tierra que desembocaba justo en el almacén de Caramuti. "Tranquilo lobuno, que el tiempo sobra", le dijo a su caballo.
Como hacía siempre, intentó abrir la tranquera sin bajarse del caballo, desenganchando con el pie el alambre doble que la aseguraba y mantenía cerrada cuando no tenía candado. Sacó el pie derecho del estribo y lo estiró hasta que la punta de su alpargata se apoyó en el poste en el que se enganchaba el alambre y de un tirón para arriba trató de subir el alambre y desprenderlo del poste, pero lo único que logró fue que los dedos del pie le quedaran como callos recién raspados. El alambre ni se movió.
Acomodó mejor los dedos en la alpargata y se acercó más a la tranquera, esta vez repitió la operación con la mano derecha. El alambre ni se mosqueó y el animal reculó relinchando.
-¡Quieto, compañero!- gritó, mientras manoteaba las riendas.
Repitió la operación de desenganche, esta vez, con un insulto en tono grave, como si alguien debiera escucharlo: "¡vamos mierda, abrite de una vez!".
El insulto debió colaborar en la faena porque el gancho pegó un salto y la tranquera, solita fue abriendo su boca. El lobuno seguía intentado alejarse, inquieto. "¡Y a vo´ qué mierda te pasa! Hoy, todos andan raros, parece", masculló contrariado.
A los tirones logró que su caballo atravesara la tranquera, así que prefirió atarlo al alambrado. Cerró la tranquera y montó nuevamente al animal que seguía nervioso.
Como para darle una lección, lo taloneó varias veces. El potro finalmente supo quién manda y empezó a galopar por el callejón de tierra.
Mucho no duró la cabalgata porque sólo dos kilómetros separaban el campo de don José del Almacén de Caramuti, pero el caballo llegó sudado como después de una cuadrera. En realidad desde el mismo momento que lo talonearon, el lobuno había salido disparado como en carrera que hay que ganar o ganar. Don José trató de restarle importancia al extraño comportamiento del animal. Ya había tenido suficientes extrañezas para un domingo. "No es día para andar buscándose problemas", pensó. Ató las riendas del lobuno al árbol de siempre y entró al bar a grandes zancadas.
Se tomó un par de grapas, pero no quiso participar de la partida de truco. Era como que el malhumor se le había instalado en las entrañas. "Pucha digo, potro e´ mandinga, ya me arruinó el día", se dijo a sí mismo. Saludó a sus compinches de tragos domingueros y salió. El caballo, que seguía inquieto, sacudió la cabeza al presentir que regresaban.
Don José no había alcanzado casi a sujetar las riendas, que el lobuno emprendió una carrera desaforada. Cuando llegaron a la tranquera, ésta estaba abierta de par en par. El pobre viejo no quiso pensar qué había pasado con la tranquera, prefirió agradecer que no fuera un obstáculo para su lobuno, aparentemente sin intenciones de detenerse. El caballo recién frenó su alocado regreso a tres metros de la entrada de la casa.
Don José, agotado por los nervios, pero recordando las palabras de su mujer, dijo en voz alta:
-Se salió con la suya, vieja, el lobuno ta´ de su lao y fue de Dios que había que volver, nomá´.
Doña Blanca no respondió. Apoyada en el respaldo de la cama y con los ojos cerrados parecía dormida. Ninguna expresión de dolor daba cuenta de su muerte, pero don José supo que ya no lo esperaría ningún domingo más.
Como buen hombre de campo aceptó los designios divinos, pero no pudo evitar que se le escapara:
-Carajo, cómo no le hice caso al lobuno.