Con la luz de la sencillez

22.04.2017

"No muy diferentes son las leyes implícitas de las sierras", se dijo Clara, al recordar cómo conoció a don Eustaquio:

-¡Buen día, moza! -saludó don Eustaquio, parado junto al gallinero, mate en mano.

-¡Buen día! -fue la respuesta breve de Clara, mientras, por encima del tejido que servía de medianera, le tiraba las sobras de la ensalada a las gallinas que se empujaban para llegar cuanto antes al reparto de hojas de lechuga y trozos de tomate.

-¿Tiene hora? -dijo él desde su puesto de observación.

-Sí por supuesto, son las doce y media. Hasta luego -respondió Clara.

-¡Hasta luego!

Dos días, tres días, cuatro días, mismo alboroto de gallina ante el almuerzo extra y don Eustaquio saludando y preguntando la hora.

Al quinto día Clara regresó a la ciudad, por unos trámites urgentes y, al pasar frente a la vidriera de un bazar, vio un reloj de pared. Sin dudarlo se dijo: le voy a llevar uno a don Eustaquio.

Con el paquete del reloj en una mano y la ensaladera en la otra, se acercó al gallinero. Allí estaba don Eustaquio.

-¡Buen día!, exclamó Clara, adelantándose a su saludo-, tome, le traje un regalito.

-¡Buen día moza! -respondió el anciano, alegre, compitiendo con las gallinas por acercarse al tejido.

Inclinó su cabeza de tupidas canas sobre el paquete; lo desenvolvió sin apuro; miró durante un largo rato el reloj y dijo:

-Muchas gracias, pero ¿para qué quiero yo un reloj?

-Es que siempre me pregunta la hora. Pensé que...-respondió Clara, entre sorprendida y decepcionada.

-Acá no hace falta reloj -la interrumpió el anciano. Nos levantamos cuando clarea, comemos cuando nos hace ruido la panza, vamos al bar cuando cae la tarde y dormimos cuando se nos cierran los faroles.

-Claro, y entonces ¿por qué me pregunta siempre la hora?

-Para conversar con usté, moza.

Ése fue el primer aprendizaje en sus charlas con don Eustaquio. Con él relativizó el precio de las horas y valoró el del tiempo, que no tiene que ver con el devenir de las horas sino con lo que se viva en ellas. Supo de la comunicación que se puede establecer con las estrellas, con los animales, las plantas, el viento. Aprendió a leer las nubes para prevenir las tormentas, a oler el frío, a escuchar las voces de la naturaleza.

Las charlas con don Eustaquio y su esposa requerían además de un diccionario nuevo. Él relataba que en una oportunidad se había "cáido a un crecipicio", que desde ese momento no podía doblar bien las "rodías"; que en otra ocasión el palo del malacate le había "dao en la nunca" y que le había "costao dispertá". Ella se quejaba de sus biznietos porque "algorotan todo cuando vienen" y él sentenciaba que se merecían "un guascazo paque se estén quedos".

Cuando don Eustaquio murió, su hijo, poco afecto al cementerio, decidió que el cuerpo de su padre se cremara. A doña Otilia le entregaron una urna, y ella no entendía muy bien eso de que a su Eustaquio lo habían metido en un horno y lo habían reducido a cenizas, pero comenzó a venerar la urnita como a la imagen de San Cayetano y eso empezó a preocupar a la familia.

Uno de sus yernos la convenció para que desparramara las cenizas en la huerta que tanto cuidaba don Eustaquio. Así lo hizo.

Desde ese día uno de sus biznietos apenas llegaba a la casa, corría a la huerta y se quedaba mirando. Como a la quinta vez de ese comportamiento, regresó con cara de desilusión y le preguntó a su bisabuela: "¿cuándo va a nacer el abuelo Eustaquio?".

"Toda la familia rió ante la ocurrencia del niño, pero me parece que en cierto modo doña Otilia, también esperaba que su marido creciera en su huerta", pensó Clara, enternecida.