Con marcas indelebles

24.04.2017

"Se puso fresco y a mi edad, se nota", dijo Clara de repente. Entró a la casa, buscó un abrigo y regresó a la terraza. El sol empezaba a esconderse detrás de los cerros pero el cielo seguía claro. "Típico atardecer serrano", exclamó mientras se cercioraba de que las hormigas hubieran sucumbido a la generosa dosis de veneno. "Si me viera Alba, se enojaría. Ella, con sus creencias espirituales creo que no mataría ni a un alacrán. Ser hermanas no nos hace iguales, a pesar de los denodados esfuerzos de mamá para que fuéramos casi mellizas. Cosas de aquella época. Con el tiempo le torcimos el brazo a doña Teresa. Aunque en realidad creo que el hecho de que forjáramos nuestros propios principios y creencias, estaba también en su espíritu. Ella no fue precisamente un modelo de mujer sumisa, como se acostumbraba en esa época. Más para agradecerle a la vieja", se dijo.

Cuando a la mamá de Teresa se la llevó la neumonía, para ella empezó un largo deambular muy lejos de sus afectos, pero eso no resintió su voluntad, muy por el contrario, aprendió todo lo que hacía falta para ser una mujer "como Dios manda".

Su carácter llevaba muchas muescas de la prudencia de la que se tuvo que armar para esquivar las malas, y de la astucia y perseverancia que es preciso alimentar todos los días para las buenas. Tal vez por todo eso, Teresa era temperamental como una gitana y desconfiada como una judía.

Ella ponía el mismo empeño y prolijidad para cultivar flores, confeccionarse un vestido, tejer un pullover para sus hijas, o levantar ladrillos y baldes junto a su marido para el techo familiar, objetivo primero. El segundo: "que las chicas estudien"... ¡Y vaya si trabajó para que así fuera!

Cuando los años le encorvaron la espalda y le aflojaron el paso, sus ojos renegridos no perdieron ese brillo de la foto de compromiso (casi la única porque los tiempos no estaban para gastar en fotos) en la que lucía como estrella de cine.

Muy ocupada estuvo en lograr sus metas. Recién a los ochenta años se le empezaron a ver algunos lagrimones cuando recordaba las contingencias de su niñez y adolescencia. Que sus hijas fueran muy unidas, casi mellizas, le reforzaba los pilares de la familia que había logrado, como antítesis de su infancia y adolescencia de desamparo, miedo y desconfianza.

Alba y Clara no eran mellizas, pero por muchos años tuvieron una conexión muy especial. "Yo podía presentir cuando mi hermana no estaba bien de ánimo", recordó Clara.

No importaban los kilómetros que las separaran, ni las situaciones en las que ocurría. Cuando a Alba la invadía una tristeza extrema, Clara experimentaba más o menos lo mismo. "Como aquella vez que estaba planchando y de repente me largué a llorar sin razón alguna. Alba había llorado el mismo día y a la misma hora a mil kilómetros de ahí. O aquella otra en la que me acurruqué en la cama, invadida por una tristeza repentina y luego me enteré por una carta que ese día ella había hecho lo mismo", recordó.

¿Cuándo se produjo la desconexión? Tal vez cuando maduraron. Lo cierto es que un día dejó de sentir esas tristezas repentinas, o cuando las tenía eran suyas nomás. Decisiones internas que había que aceptar aunque causaran algo de nostalgia.