Con presencias
"¿Habrá sido del más allá aquella figura que se me apareció en casa?", recordó Clara, retomando su labor.
Si era o no un fantasma se había discutido en su familia en más de una ocasión, desde que ella contó lo ocurrido.
A Clara se le pintó nítida la imagen de aquella figura difusa, como foto borrosa que se desplazó del comedor a la cocina y que ella alcanzó a ver desde la puerta del dormitorio, cuando se disponía a llevar la pila de toallas al baño. No se asustó, se la quedó mirando y hasta tuvo la sensación de que la figura se inmovilizó por unos segundos para devolverle la mirada. Por un largo rato, Clara se quedó muy quieta, pero tranquila. Cuando contó lo ocurrido a su familia, todos se burlaron de ella. "No me digas que ahora ves fantasmas", dijo Horacio. "¿Otra vez con cosas raras, vos", sancionó Teresa. "No asustes a los chicos", aconsejó Fernando. Esto último llevó a Clara a una explicación prudente, lógica: "habrá sido un reflejo, una sombra, alguien que pasó por la vereda y se proyectó a través de la ventana".
En su interior, la realidad era otra. A la figura difusa se le sumó, tiempo después, la sensación de que alguien tocaba su hombro derecho cuando ella planchaba. Nunca giró para descubrir si veía algo o alguien, prefirió cambiar el lugar de planchado: frente al televisor o la ventana del living, con una pared a sus espaldas... Era inútil, en algún momento de la tarea la sensación llegaba, se instalaba en su hombro y al cabo de un rato se iba. Terminó por naturalizar esa impresión, como si planchar con una mano apoyada sobre su espalda fuera algo común, algo que le ocurría a todo el mundo. La mano no presionaba, no molestaba, sólo se apoyaba en su omóplato derecho. "Ahora tengo una sensación cuando plancho, pero es sólo la artrosis", rió la anciana.
Una presencia también fue el viejo huesudo y de
pómulos salientes, que se sentaba en el borde de su cama y la miraba muy
cerquita por las noches. No era una mirada maligna, sólo inquisidora. Parecía
esperar algo. Clara lo podía ver a pesar de la oscuridad de su dormitorio. La
primera en darse cuenta de la presencia del anciano era Panchuleta, la gata,
quien de su puesto de plácido sueño, patas arriba en la cama, pegaba un salto y
de un maullido prolongado salía disparada por la ventana. Al cabo de un tiempo
Clara había aprendido a servirse del espanto felino: ante el primer miau de la
gata, apretaba fuertemente los ojos hasta quedarse dormida. Se había hecho a la
idea de que si no lo miraba, el anciano algún día se cansaría y no volvería. Si
dio resultado o no su estrategia, no lo supo, porque la desaparición del viejo
huesudo ocurrió el mismo año que ella abandonó a su marido.