Frente a lo mezquino

30.04.2017

"Qué diferente fue la vida de tía Gloria y tía Titina", reflexionó Clara mientras controlaba el serpentear de la trenza de su tejido a pesar de la escasa luz que iluminaba su terraza.

Gloria se comportaba con Tincho, su hijo adoptivo, como con la receta de los fideos. Era sólo suyo y no le dijo que venía de otro vientre. No le habló nunca de su nacimiento y él nunca preguntó. En la familia había como una ley feudal que se transmitía de generación en generación: "de eso no se habla". Pero claro, cuando se vive en sociedad "nunca falta un buey corneta", como decía Teresa. En una discusión con un amigo del barrio le escupieron un "bastardo"; un tiempo después alguien le preguntó si sabía quién era su verdadera madre. El deseo de saber compitió en su interior con el temor a enfrentar la verdad. Prefirió convertirse en antipático, rebelde y holgazán. A su madre empezó a llamarla Gloria y decirle que ella no tenía ningún derecho a mandonearlo. Cada vez que ella le respondía "tengo todo el derecho porque soy tu madre", él replicaba irónicamente: "¿sí?, ¡no me digas!". Para cuando Gloria se decidió a contarle la verdad, la relación estaba tan resquebrajada, que no hubo forma de recomponerla. Tincho no intentó nunca conocer a su madre biológica, pero tampoco podía abrazar a Gloria. Abandonó la escuela a los quince años y no quiso trabajar. Su madre lloraba o protestaba, pero ninguno buscó un punto de encuentro para una discusión seria.

Cuando Tincho cumplió los veinticinco años se fue de la casa con un camionero. Su madre quiso que la policía lo buscara, pero como era adulto, sólo podían pasar el aviso a todos los destacamentos policiales del país. Como cinco años transcurrieron antes de que apareciera, convertido en boxeador, la nariz quebrada y torcida por los golpes externos, la mirada enturbiada por los conflictos internos. Se sentó, incómodo, sólo a tomar unos mates. Así fue de ahí en más. Fernando, con su acostumbrada sabiduría, explicaba lo ocurrido diciendo "la mentira sólo es buena en el truco".

Titina corrió peor suerte. Cuando a Casimiro lo sacaron esposado de su casa, no salió de la casa ni para hacer las compras. Su marido era quien al terminar su trabajo pasaba por la verdulería, el almacén y la carnicería, soportando las miradas de los chismosos, haciéndose sordo a los chismorreos que desataba a su paso.

"Titina no va a aguantar hasta que este tarambana salga de la cárcel", dijo Teresa. Cuando Casimiro cumplió su condena, tuvo que ir a visitarla a una tumba. De todos modos, con las transformaciones que había sufrido en prisión, no se le podían adivinar demasiado las emociones. "Pero si hasta cuesta reconocer a Casimiro en ese cuerpo escuálido y esa mirada ausente", había dicho Dolores, quien intentó acercarse a charlar con él y recibió un "no necesito consejos de nadie".

Un nuevo pacto de silencio familiar se creó para Casimiro. De él nadie habló hasta que efectivamente no se supo qué hacía, ni dónde vivía... o si todavía vivía. Todos hicieron de cuenta que seguía en la cárcel. "Quise ubicarlo cuando murió su papá, pero mamá me respondió que no lo buscara porque seguramente estaba preso", repasó Clara en su memoria.

"Pucha digo, por pensar en ellos me salió mal la trenza. Mala influencia, hasta desde el más allá", exclamó la anciana y soltó los puntos del suéter que iba creciendo entre sus dedos.