Culpable

02.05.2019

Te creés culpable. De eso estás seguro.

Te dieron un informe tan detallado de lo que hiciste que a medida que te leían las atrocidades que te atribuyen, comenzaste a sentir el sabor agrio de la responsabilidad, pero no tenés ningún recuerdo que justifique la acidez que te subió hasta la boca. Tal vez si no le hubieras vomitado en la corbata al fiscal, la cosa no hubiera empeorado tanto. ¿Te diste cuenta que las preguntas clavaban la uña en cuestiones que ni imaginabas? ¿Te diste cuenta que los detalles comenzaron a ser cada vez más macabros? No te diste cuenta. A la décima vez que te preguntaron lo mismo y la quinta que te releían los pormenores de lo que habías hecho, ya solo rogabas por un somnífero que planchara tu cerebro... Dormir... dormir... ¿Cuánto hacía que no pegabas un ojo? Ni siquiera para eso tenés respuesta. Ellos sí. Te relataron cada movimiento de los últimos días antes de que te detuvieran, como si lo hubieras escrito en un diario íntimo. Lo único que recordás es la discusión con tu mujer, la última noche que pudiste dormir. Un sueño a medias porque ella te despertaba cada tanto para seguir la discusión: que con quién estuviste, que ya no te intereso, que seguro se trata de la misma insulsa de hace... Ni te acordás cuánto hace, pero ella sí. Te levantaste con los labios pegados y la cabeza bamboleante. Intentaste sacarte la sensación de anestesiado que te deja el sueño a trompicones con una seguidilla de mates en el camino, mientras conducías. Tenías que llegar a la fábrica y tener todo cargado en el camión antes de las ocho. Después, en ruta, te permitirías detenerte a la vera del camino y dormir.

El verde de los campos parecía alegrar tu espíritu. Te animaste a salir a la ruta y seguir la mateada. ¡Qué bien se sentía el aire fresco que atravesaba la cabina del camión de ventanilla a ventanilla! En tu AM preferida sonaban alegres unos temas ochentosos que te llevaron a la época de los bailes en el pueblo. Mientras escuchabas ven Carolina, ven Carolina, vamos a bailar, frente a tus ojos Adriana movía sus caderas... Adriana... ¡Qué embobado te tenía!, hasta que aquella otra que calmaba tus ansias de tanto en tanto te dio la noticia: estoy embarazada. Cuando reaccionaste te descubriste como marido, padre y camionero. Tu hija y el camión se convirtieron en tus amores, tu esposa en un fastidio. ¡Mirá lo que logra el encierro! Un sinceramiento que no te habías permitido nunca. Tantos viajes desde la fábrica al puerto te mantuvieron con la mente ocupada en otra cosa, o vacía de lo que realmente importaba, ¿no? Tu mujer siempre se las ingeniaba para amargarte el viaje con agotadoras escenas de celos en los días de descanso. Te adivino la frase en la mirada. Sí, eso hacía, me decís con ese gesto de labios y ceño fruncidos.

¿Sentís culpa por no haberla querido? ¿La culpa se multiplica porque seguiste merodeando a Adriana? En la vida no hay que andar buscando culpables sino responsables, te dice tu madre desde el recuerdo. Cuidado con lo que hacemos hoy, porque mañana puede pesarnos, te dice tu padre, aunque ya casi se te desdibujó su cara. ¿Lo hiciste o no lo hiciste? Esto último lo pregunta la cara que te interroga por enésima vez. "Sí, lo hice", se escucha claro en el recinto y ahí queda grabada tu confesión.

Poco importó si no había forma de explicar cómo es que en el momento de la masacre vos estabas en ese paraje en el que te detuviste a dormir, como a cien kilómetros del horror que te relataron, el de tu casa, el que te escupieron a milímetros de la cara con cada interrogatorio, el que vomitaste en la corbata y la camisa del fiscal. Poco sirvió que no recordaras más allá del momento en que te venció el sueño y detuviste la marcha. Poco importa que el cuchillo tuviera tus huellas por el último asado que hiciste o que con el hacha cortaras leña para ese mismo asado. ¿Podías ser tan cínico para cometer esas atrocidades contra tu mujer y tu hija y luego subirte al camión como si nada?; ¡tomar mates después de eso! Hay un culpable, el más lógico... ya está. Cargás suficiente culpa en el estómago y en el alma como para asumir esa también.

Pero hoy, a dos meses de los treinta años de la condena que te buscaste al decir "sí, lo hice"... justo hoy, después de repasar hasta el agotamiento cada hecho de tu vida que sirva de explicación, en tu memoria retumbaron las palabras del marido de Adriana cuando descubrió el engaño: "Vas a pagar por esto. Muy caro lo vas a pagar". Tendrías que haber imaginado que algún día él lo sabría. Una discusión familiar y listo, se enteró: no solo su mujer no era su mujer, tampoco su hijo era su hijo.