El remedio
-No, no gracias, con el jarabe para que afloje la tos es suficiente, dijo el hombre.
La farmacéutica soltó la carcajada, le cobró y siguió atendiendo. El hombre partió con el desconcierto en la mirada, pero Manuela, quien había escuchado toda la conversación, se interesó, y mucho, por lo que había oído. Podía ser la solución que estaba buscando.
Hacía mucho tiempo que Manuela andaba por el barrio como sonámbula, viviendo como si su cuerpo no le perteneciera. Cocinaba como autómata, se bañaba, peinaba y vestía por costumbre, comía por necesidad y sonreía por obligación. Nadie parecía percibirlo. Ni siquiera su marido, quien solo la miraba para pedir la comida a los gritos y sexo a los manotazos. "¿Cuánto hacía que había dejado de sentir?". Pero no solo las emociones, sino sentir el café cuando estaba demasiado caliente, el guiso cuando se había helado en el plato, el aliento a grapa de su esposo en la cama... Piloto automático para todo, pero en su cabeza otra era la historia. En ese rincón del cráneo que se vuelve retorcida neuralgia cuando duele el alma... en ese lugar... en ese lugar, iba de la furia a la desazón, sin lágrimas, sin palabras, sin sensaciones.
"Debería... debería", pensaba desde que se levantaba hasta que se volvía a dormir. Entre un debería y el siguiente había un sinnúmero de "pero no": "pero no puedo"; "pero no debo"; "pero están los chicos... y la familia... y todos esos años juntos".
¿Y la sugerencia de la farmacéutica? ¿Acaso no le daba esperanzas?
No se atrevió a preguntar por ese jarabe. La risa de la mujer le hizo pensar que tal vez era una broma. "Si no fue un chiste, si ese brebaje realmente existe, tampoco puedo pedírselo, ni preguntar cuál es", pensó, y salió de la farmacia arrastrando los pies. Sin embargo sintió que volvía a vivir, que la indiferencia daba nuevamente paso al rencor. Estaba viva. Ella no podía seguir al lado de ese hombre que odiaba, con esa ira que hace doler las entrañas, ésa que no se manifiesta y por eso mismo es peor que si se expresara con insultos, gritos, rabietas. Cuanto más se quedaba adentro, más le agriaba el carácter, le encorvaba la figura, le opacaba la mirada, la piel, las ganas. Tenía cincuenta años pero se sentía de setenta.
No sabía si se atrevería a conseguir esa bebida pero el solo hecho de repasar las palabras de la farmacéutica la reconfortaba: "¿Un jarabe para su señora? ¿Quiere uno para curarla o para matarla? Mire que acá tenemos de los dos."