En patria nueva
"El humor de esos inmigrantes debe haber sido el recurso más barato para seguir adelante, vivir", pensó Clara y a su memoria se sumó la imagen de Ernesto Cacciatore, un vecino de la casa de su infancia. Don Cacciatore estaba muy lejos de la imagen de la vendetta con la que se caracteriza a los sicilianos. De ojos pacíficos y gestos dulces, reía y hacía bromas todo el tiempo. De su tierra hablaba sólo cuando mencionaba el mar, pero en su playa amada había dejado las huellas de sus raídos zapatos con estas palabras: "aquí nací, pero aquí no vuelvo". Con apenas veintitrés años, viajó a una nueva tierra, que no lo vio nacer, que tal vez no sería nunca su patria, pero que lo dejaría crecer. Y creció, en familia, en amigos, en trabajo en paz, porque él no buscaba fortuna sino una oportunidad para vivir tranquilo, con el esfuerzo de su trabajo. Así lo hizo. A él no se le escuchaban quejas, ni en los peores momentos. Agradecía por todo: la estufa que le daba calor, la lluvia que mojaba el campo, la sonrisa de sus hijos y más tarde la de sus nietos... Y sobre todo tener trabajo. La familia y el trabajo eran su razón de ser. No importaba si a la radio había que darle un golpecito para que arrancara, o seguir a pie cuando el auto se empacaba. Todo era motivo de felicidad.
Junto a Ángela, una hija de italianos tan alegre como él, formó una familia en la que no faltaban las discusiones, pero sobraban las carcajadas. Apenas empezaban una conversación, se los oía reír, cómplices. Cada vez que él llegaba del trabajo se sentaban en unos sillones de hierro, pintados de blanco, debajo de una higuera enmarañada del amplio patio de la casa. Hasta los sillones, que eran sólo dos, parecían saber que eran los guardianes de esos momentos exclusivos de Ernesto y Ángela.
Recién cuando los años de cartas venidas de sus playas azules le aseguraron y volvieron a asegurar que de la guerra no quedaban vestigios, que ya no había extranjeros robándoles la vida, volvió a poner los pies allí. Cuando sus zapatos dejaron una nueva huella en la playa que lo vio nacer, levantó la mirada hasta ese punto en el que mar y cielo se abrazan, y dijo: "El mar vuelve a rugir como mar. En el cielo vuelven a volar los únicos que deben volar: los pájaros". Los últimos recuerdos de los desembarcos, los bombardeos, el taladrar de las ametralladoras se fueron en esa fusión de azules. Las nostalgias del siciliano se poblaron de nuevas fotografías vivientes: los abrazos con los amigos, los sonoros besos familiares, la sensación de su mano sobre los acantilados, el calor del sol en sus párpados y el sabor del piparello humedecido en vino de almendras.
Con la valija llena de obsequiosos recuerdos
regresó y abrazó a su mujer con los ojos titilantes de lágrimas. "Todo está
como debe ser, pero éste es nuestro lugar", le dijo a Ángela. Se sentaron en
los sillones de hierro y volvieron a reír entre cuchicheos. Las tristezas que
don Cacciatore había amordazado y guardado en la valija de cartón que lo
acompañó en su viaje de inmigrante, las había dejado en las playas sicilianas.