Entre risas y llantos

14.04.2017

"De las cinco hijas de abuela Ana, la que más heredó ese modo sabio de enfrentar la vida, fue tía Clotilde, sin dudas", pensó Clara y la sonrisa se le dibujó con el recuerdo:

Mi padre, con los ahorros de varios trabajos de albañilería y la ayudita de las costuras para afuera de mi madre, había logrado comprar una vieja carrindanga: una Ford vaya a saber qué modelo... Los pesitos largamente apretujados en una lata de yerba Flor de Lis vieron la luz y nosotros tuvimos auto propio. La mayor felicidad, al menos la mía, era que con la camioneta podíamos ir los domingos a la quinta de tía Clotilde.

En realidad, tía Clotilde y su marido hacían las veces de puesteros en la quinta de los vascos Abasolo. Allí trabajaban de sol a sol, sembraban y cosechaban desde papas hasta sandías; ordeñaban vacas y hacían quesos y dulces, aunque muchas veces tenían a sus seis hijos con los dedos asomando en las zapatillas curtidas de barro y cuajada, o cebaban mate con la yerba secada al sol, porque el vasco se aparecía mucho para controlar, pero poco a la hora de pagar. La paga era además tan poca que a veces se reducía a una bolsa de comestibles.

A tía Clotilde, las contingencias de la vida, el trabajo y los embarazos seguidos, le habían llevado varios dientes y dejado una barriga prominente, pero no le habían borrado la sonrisa, mejor dicho su capacidad para reír, reír con ganas, con convulsiones que sacudían su vientre. Cuando le pregunté a mi madre por qué a tía Clotilde se le movía la panza cuando reía, me respondió "porque es feliz". Realmente, en ese lugar me parecía sumamente lógico ser feliz.

Nuestra mejor aventura en la quinta era elegir una sandía para el momento del postre. A los diez años ir a buscar una sandía... no, elegir una sandía es más correcto, porque la misión de elegirla era de una responsabilidad extrema. Si no estaba bien madura, había que comerla igual. "No se la vamos a dar a los chanchos, eh!", sentenciaba la tía. Y la sandía quedaba en el agua fresca de un tacho que espiábamos de tanto en tanto. Mis primos, mi hermana y yo jugábamos un rato y volvíamos a controlar la temperatura de la sandía.

Los fideos caseros, amasados con una botella, eran deliciosos, pero nuestros pensamientos saboreaban el postre, desde que la sandía, chorreando agua, llegaba a la mesa. La tía escrutaba nuestros ojos mientras decía muy risueña: "¿la calamos o la partimos?". "¡La partiiiiiimos!", gritábamos todos. La barriga de tía Clotilde bajaba y subía al compás de su risa, mientras de un golpe seco la sandía se convertía en dos caras rojizas y brillantes. Grandes y chicos hundíamos nuestra cara en la tajada que nos tocara en suerte, y mientras en la boca separábamos la pulpa de las semillas, el sabor fresco y dulzón de la sandía nos regalaba un deleite único... ¡Cómo no ser felices con esas porciones de sana fortuna!

Cuando a tía Clotilde la muerte le quitó el compañero, y tan estúpidamente como la caída de un colectivo en marcha, ella aceptó la decisión de Dios. Para ese entonces ya no vivía en la quinta, pero su vida seguía siendo la misma. Iba del gallinero, a la huerta y de allí a la cocina. El barrio y la quinta eran lo mismo para ella. "Lo único distinto es que acá los vecinos están al alcance de un grito", decía ella, risueña. Y así fue, siempre hubo un vecino que acudía a sus llamados y en su auxilio. Si la muerte de su marido la entristeció, sólo se podía adivinar en el brillo de los ojos porque ella seguía riendo con facilidad. La barriga al compás de la risa se le quitó con la muerte de una de sus nueras, la esposa del hijo varón más irreverente y por eso, el más consentido. Ver el semblante de Josemi tan entristecido fue demasiado. Para Josemi, las dos cabecitas en escalera de sus hijos eran una incógnita. Nela, su esposa, había sido madre gallina, de esas que no le llevan a su marido un problema de los hijos jamás. El problemón se lo dejó entero, cuando a la multifacética Nela la apendicitis se le convirtió en peritonitis, en menos de dos días. Se fue en dos semanas, no sin antes encargarle a su suegra que se ocupara de los niños. A su marido sólo le dijo que lo quería mucho. Fue muy sabia al no esperar nada de Josemi. Él no supo qué hacer ante la caries en una muela del que entraba a la escuela secundaria ni ante un simple mensaje escolar en el que le preguntaban si el más pequeño tenía todas las vacunas.

Tía Clotilde intentó darle una mano, pero su salud no la acompañó. Fue entonces que María Elena tomó las riendas de la familia por todos. De tía pasó a madre de sus sobrinos, su hermano y su madre. "La pobre consolaba al mayor de sus sobrinos, al mismo tiempo que pelaba un durazno para el más pequeño, cocinaba verduritas para su madre y regañaba a su hermano por su escaso interés en lo que ocurría en la casa. ¡Y pensar que la criticaron por el carácter que tenía en la vejez!", reflexionó Clara, quien admiró siempre a su prima, condenada a madre solterona y denostada por eso mismo.

"Tal vez por ese cariño especial que sentía por María Elena, es que aquella vez que nos queríamos venir a las sierras, me llegó esa señal de que no debíamos viajar", siguió el recuerdo.

Habían programado ir juntas a la casa de las sierras, cuando aún Clara vivía en la ciudad. Hechas las compras, regadas las plantas, alimentada la gata, preparada la pila de bártulos que trasladaba en cada enero, se disponían a viajar. Clara revisó la documentación del auto y con mucho disgusto comprobó que su carnet estaba vencido. No podía creer que hubiera conducido todo un año con licencia vencida, pero si había o no un carnet posterior al que dormía en la guantera del auto, no lo podía recordar. Buscó y buscó, pero nada. Al día siguiente, cuando iba a hacer el trámite, no había modo de encontrar el único carnet del que disponía y que ella estaba absolutamente segura haber dejado sobre la mesa del comedor. Buscó y buscó nuevamente hasta que apareció en el lugar más inverosímil, para corroborar lo que temía: efectivamente hacía un año que circulaba en su automóvil con documentación vencida.

Contrariada, le telefoneó a María Elena para contarle, pero su prima le respondió, con el llanto estrangulado, que era mejor que no hubieran podido viajar. A la esposa de uno de sus sobrinos le habían realizado una cirugía de urgencia. "Era de Dios, que no debía viajar", dijo ella. Tal vez Clara ya lo había presentido en la complicación del trámite.

Nuevamente estuvo María Elena de tía-madre, para otra camada de niños. La pescaban con más achaques, con menos dinamismo, pero con la disponibilidad de siempre para cuidar de sus sobrinos nietos.