Fraternal

08.05.2017

Anochecía y Clara volvió a su pensamiento primero, la muerte de Ramiro. "Vaya, a todo lo que me llevó el recuerdo del accidente de Ramiro", exclamó la anciana. ¿Sería ése su último presentimiento? Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se levantó, guardó el tejido en la bolsa, entró la reposera y guardó la bandeja del mate en la alacena. Del estante superior voló un papel que se depositó suavemente sobre el empeine de su pie izquierdo. "El corazón número setenta y uno... ¿Habrá más? ¿Quién me los envía?", pensó, un tanto decepcionada ante la imposibilidad de descifrar su significado, si lo había.

Al día siguiente llegaba Alba, para festejar el cumpleaños de ambas. "Esta sinvergüenza sí que me embromó el cumpleaños. ¡Venir a nacer el mismo día que yo!", rió.

A su memoria acudió el primer cumpleaños con festejo. Ella cumplía ocho y Alba seis. Había torta, pero sólo dos amigas del barrio. El afán de Teresa por mantener a las dos niñas unidas, hacía que compartieran hasta las amigas: Ramonita, la hija del carnicero y Lili, la hija de doña Catalina. La primera, hija única, con la escasa atención que le prodigaban sus padres, se aburría y terminaba siempre cruzando la vereda al primer llamado de Alba o Clara. La segunda, era amiga más esporádica porque iba a jugar sólo cuando no la necesitaban en la panadería de su abuela. Doña Catalina se había levantado por años, solita, muy temprano a poner panes, facturas y bollitos en el horno, pero a la hora de abrir al público, levantaba a sus hijos y ¡a trabajar! Para cuando tuvo nietos, su hija y su yerno la reemplazaban en la panadería, pero con las mismas costumbres, los hijos de ellos también ayudaban en la panadería. Recién a la tardecita, cuando había pasado el horario de escuela y de venta de facturas y bollitos, Lili aprovechaba para agarrar su bolsa de juguetes, correr hasta lo de los Schafer y quedarse jugando un buen rato.

Aquél único cumpleaños con agasajo sencillo, entre cuatro, con jugo, torta y sin fotos, parecía haber sido el gran acontecimiento para las hermanitas Schafer, porque estaba en la memoria de ambas, con detalles de imágenes, risas, sabores. "¿Lo recordarán Ramonita y Lili?", reflexionó Clara, sin posibilidades de saberlo porque de sus amigas no sabía nada desde que se había mudado de barrio, a los veinte años.

Las hermanas también hicieron juntas la comunión. Clara había tenido que esperar dos años para que Alba tuviera la edad suficiente para hacerla. La timidez de Clara estuvo en ese período más expuesta que nunca. Mirar a sus compañeros de catequesis desde arriba no era precisamente lo que podía hacerla feliz. Agradeció la presencia de algunos varones, porque más o menos tenían su estatura.

Ese festejo tuvo fotos y parientes, además de Ramonita y Lili, pero por varios años Clara sintió mucho enojo con su madre: ¿por qué no podía tener la exclusividad?, ¡al menos en su comunión!

Al anochecer, la anciana cenó una sopa frente a la televisión y se acostó, con el corazón número setenta y uno sobre la mesa de luz.

Los pensamientos y recuerdos no se querían dormir. Desfilaron decenas de situaciones. De cuando Esteban estudiaba lejos de la familia y ella se despertaba de noche, presintiendo que él lloraba en soledad. También se le pintó la escena de cuando llamó a Ismael y no se arrepintió de haberlo despertado, porque él había tenido una tremenda desilusión laboral y extrañaba el abrazo de mamá, a miles de kilómetros. Sonrió ante el recuerdo del casamiento de Celeste, la despedida de Alba cuando se fue al extranjero, las mateadas, los asados y los fideos al tuco en casa de sus padres ya ancianos, el nacimiento de sus nietos, las fiestitas escolares, los bailes de graduación, incluido el suyo. Se le escapó una lágrima cuando recordó el momento en el que tomó conciencia que sólo podría visitar a sus padres en la lápida del cementerio. Se le dibujó una enorme sonrisa cuando repasó las primeras veces que le dijeron "abu". Otra muy nostálgica cuando recordó a su suegra, tan sabia y contenedora.

Al día siguiente Alba encontró a Clara caída entre la cama y el placard, sin poder moverse, con una pierna quebrada, el cuerpo helado y la cara cubierta de corazones blancos. La anciana había intentado llegar al baño a oscuras, y un pesado perchero había caído sobre sus piernas. Alba tuvo que hacer de hermana mayor y encargarse de llamar al médico, a sus sobrinos, a sus hijos. Clara intentó tranquilizarla con una broma: "al final tendré que agradecer que cumplamos años el mismo día. No estarías aquí si no fuera por ese motivo". A lo que Alba respondió con su acostumbrado humor negro, ése que hacía reír tanto a su hermana: "¡vaya suerte la mía! ¡Mirá cómo me arruinaste el cumpleaños! ¿No me digas que te caíste por andar haciendo corazones de papel? ¡Después de vieja, artista!". Ambas rieron a carcajadas.