Gambeteándole a la mala suerte

19.04.2017

"Muy diferente era doña Catalina. Ella sí que sabía disfrutar de la vida y eso que la suerte siempre la gambeteaba, la salteaba", reflexionó Clara. La pobre se había quedado en Italia, pasando hambre con sus dos hijos, esperando noticias de Paolo, su marido, quien se había subido a un barco rumbo a Argentina, con la promesa de lograr un trabajo y llevarse a su familia. Catalina aguardaba con ansias las cartas de su marido. En cada comunicación se renovaba la promesa pero nunca se concretaba en un "ya pueden venir", hasta que las cartas se hicieron más espaciadas y finalmente dejaron de llegar. Catalina dijo entonces "es tiempo de partir". Metió su ropa y la de sus niños en unas valijas destartaladas y se embarcó, junto a sus asustados niños. Sólo tenía la dirección que figuraba en las cartas de Paolo. Después de un largo viaje en barco, tren y a pie, se encontró frente a la dirección postal que figuraba en la última carta de su marido. Allí nadie conocía a Paolo Castaldo. En la casa vivía un español que no entendía una palabra de italiano. La pobre Catalina terminó sentada en una plaza, apretando de un lado las valijas y del otro a sus dos hijos, quienes ya no se atrevían a manifestar el hambre que les aullaba en las tripas. Felizmente pasó por ahí una mujer que reparó en las caras de agotamiento y desesperanza que tenían los "tanos". Se los llevó a su casa, les dio de comer y los contactó con otra familia italiana que le ofreció trabajo a Catalina en una panadería. Así fue que Catalina Baldi se sintió viuda sin serlo, pero le dio para adelante en un país desconocido, aprendiendo un idioma a los tropezones, con la convicción de que a Italia no volvía y que sus hijos comerían todos los días. Años más tarde, había ahorrado dinero para montarse su propia panadería, de Paolo ya no sabía bien si quería tener noticias y a sus hijos los miraba con el orgullo de haber superado su propósito: sus hijos no sólo comían a diario, también iban a la escuela.

Guido, su hijo mayor, cuando ya estudiaba Medicina en la universidad de la capital, se enteró que había alguien con el apellido Castaldo en la misma carrera. Tal vez por esa coincidencia, los Castaldo se hicieron amigos y así fue que Guido descubrió que el padre del otro Castaldo era su padre.

El joven le contó a su madre que había visto a su papá, casado con otra mujer y con tres hijos. Catalina sólo respondió "es bueno que sepas que tienes a tu padre vivo". Nunca más se habló del asunto; nunca se vieron Paolo y Catalina.

Ella siguió su vida. Si le dolió o no la noticia, nadie pudo saberlo porque no menguó jamás su alegría. De la mañana a la noche, blanqueada de harina, oliendo a levadura, mezclaba canciones italianas con boleros en castellano atravesado. Nunca buscó un compañero, pero era una eterna romántica, como si eso la compensara.

Clara, amiga de Lili, la nieta de la panadera, recordó a doña Catalina anciana, cuando ya no trabajaba en la panadería, cuando su ritmo era lento y sus ojos vivaces se quedaban quietos, pero aún con su alma romántica intacta.

Clara recordó cuando la "tana" le dijo a su nieta "es noche de San Lorenzo", con una sonrisa pícara dibujada en sus labios surcados. Cada pliegue parecía atesorar todos los recuerdos, buenos y malos. Lili preguntó qué pasaba la noche de San Lorenzo. "Es noche de deseos", respondió la abuela. "En Italia, en agosto es verano y el 10 de agosto se puede pedir un deseo de amor y se cumple. Se tiene que hacer justo a las doce de la noche, de cara al cielo, mirando las estrellas", agregó doña Catalina. La joven espió la noche por la ventana y le respondió casi riendo: "Nona, acá va a estar difícil. No hay estrellas y si me acuesto cara al cielo, puedo pescarme una gripe tremenda". La anciana miró a su nieta y sin perder el aire picaresco que la caracterizaba, le replicó "para los enamorados debe haber oportunidad para pedir deseos acá también... y no creo que haga falta que sea verano, ni que haya estrellas". La jovencita se puso el abrigo y devolviéndole la mirada juguetona, le exclamó desde la puerta: "ya vuelvo, me voy en busca de mi deseo de San Lorenzo". Su abuela se quedó riendo a carcajadas.