La niña en la ventana
La niña mira a través de la ventana y pregunta cuándo la llevarán a su casa. Del otro lado del vidrio, ella ve un sendero de tierra más allá de la tranquera, sin indicios de polvareda. Y pasan los días y ella pregunta y pregunta. A veces llora; otras se queda con la mirada fija en ese punto que representa su ansiedad: el extremo más lejano del sendero, hasta donde alcanza su mirada, desde donde nadie asoma para buscarla.
¡Qué sola se siente la niña!
¿Cuánto tardará su papá? ¿Por qué no viene? Ella sabe, a pesar de sus escasos nueve años, que a su mamá no puede esperar porque se fue con Diosito al Cielo, pero, ¿y su papá?, ¿acaso también se fue al Cielo? Es cuando la angustia le arranca un suspiro largo y un sollozo entrecortado. "¡Quiero ir a mi casa!", exclama la niña. Eso irrita a su tío, quien sentado en un sillón, fuma un cigarro armado y le grita a su mujer: "Hacé callar a esa chinita caprichosa porque si no...". Su mujer, abandona por un instante el guiso, tacaño para ocho bocas, que está preparando y acaricia la cabeza renegrida de la pequeña, mientras con un dedo contra los labios le hace un gesto de guardar silencio.
La "gurrumina", como le decía su hermano mayor, suspira para adentro y cambia el sollozo por la crispación de sus dedos en el borde inferior de su blusa, que hace bastante dejó de ser verde. La blusa que cosió su mamá para su hermana dos años mayor, y que ella heredó cuando ya no le quedaba. Mucho la envidiaba cuando su hermana se la ponía para ir a misa; poco la quiso cuando la heredó. Suspira la niña y alisa su cabello, tal como lo hacía su mamá: "esa es mi negrita", se dice a sí misma.
De repente, levanta la mirada acuosa e insiste: "quiero ir a mi casa". Y su hija, quien sabe que la niña no es una niña sino una anciana aferrada a hilachas de recuerdo, casi siempre anclados en su infancia, la mira y le responde: "ésta es tu casa". La madre le devuelve una mirada contrariada. La hija agrega: "¿querés ver tu cama?". La anciana espía desde el umbral de su dormitorio y con voz aliviada responde:
-¡Sí, es mi cama! Mirá vos, estaba medio perdida.
Su hija la ayuda a acostarse; arroja a un rincón
el pullovers que la madre, de tanto
frotarlo, ensució por los bordes; la besa en la frente y escucha un "te quiero"
suavecito. No sabe si se lo dice a ella o al recuerdo de esa abuela que se fue
con Diosito, pero sonríe. La anciana ya
está arrullándose sola, con esos retazos de canciones que su madre le susurraba
por las noches: duérmete niña, duérmete ya/si
no viene el cuco y te comerá...