Lo admirable

29.04.2017

Fina como Esperanza era Juana, "la mujer de la sonrisa eterna", como solía llamarla el esposo de Alba. Así se la veía siempre a la mujer de un primo de Teresa. Con una sonrisa dibujada como rodaja de sandía en una cara blanquísima, de cutis terso y frágil como una crisálida, porte elegante, zapatos de tacón hasta para cocinar y modales de princesa inglesa, ella soportaba imperturbable los desprecios explícitos de sus cuñadas. Las razones de las ofensas parecían estar precisamente en lo que resultaba admirable en ella. "De qué se las viene a dar, muerta de hambre"; "no sé qué le vio Arturo"; "no sabe hacer nada"; éstos y otros peores eran los comentarios de sus cuñadas, feas y ásperas como cardos.

Ni era cierto que Juana hubiera estado muerta de hambre cuando conoció a Arturo, ni era tan poco lo que sabía hacer. Lo único verdadero era que efectivamente provenía de una familia adinerada que por deudas de juego del padre, pasó a vivir en total modestia, pero guardando las apariencias. Juana parecía ser la única con los pies en la tierra y tal vez por eso mismo se enamoró de Arturo, un hombre de razonamiento sencillo pero lógico, práctico. "Al pan, pan y al vino, vino" era el lema más repetido por ese criollo retacón y tosco del que ella se había prendado, a pesar de los reclamos airados de su madre y el "olvídese de nosotros si se casa con ese don nadie" de su padre.

Juana se casó con Arturo, se olvidó de su familia y pasó a formar parte de otra que tampoco la incluía. Su boca finita estaba siempre sonriente, a pesar de tener que aprender a lavar, cocinar, limpiar y planchar, todo en un solo día y sin maestro. Más de una vez quemaba las camisas de su marido; durante mucho tiempo los fideos no le salían "al dente" y las sábanas en vez de almidonadas le quedaban acartonadas. Eso no la amedrentaba, anotaba lo que hacía y ensayaba nuevas fórmulas, nuevas estrategias. Ante las críticas y risas de sus cuñadas, ella respondía con una sonrisa y un "nunca serán como tus fideos Gloria" o un "ojalá algún día pueda coser como vos, Titina"

Cuando Juana tuvo a su hija, Dolores, alimentó aún más el desprecio de la familia de su marido. La niña era el resultado de una mala combinación de sus padres: nariz ancha, boca gruesa, cutis tosco y pelo tieso como su padre, pero de piel rosada como su madre. Dolores tuvo además la mala idea de nacer unos días después que Casimiro, el primer hijo de Titina.

Nadie podía saber qué pasaba por la cabeza de Juana cada vez que escuchaba de boca de su suegro "venga el bonito del abuelo", cuando se dirigía a Casimiro y "saquen la chinita llorona ésa", cuando se refería a Dolores. Ella sólo sonreía y en privado le decía a su hija "Usted es muy bonita, ¿sabe?". A Teresa, quien la apreciaba y admiraba por su delicadeza y tal vez le envidiaba el temple para soportar el desprecio familiar al que era sometida, le decía a menudo: "a tus hijas enseñales que estudiar es el camino para escapar a la mediocridad".

"Vaya si tía Juana tenía que soportar mediocridad en esa familia", pensó Clara. A pesar de haber aprendido a coser a los tropezones, en total autodidactismo, se las había ingeniado para tener a la regordeta Dolores hecha un primor. Su cuñada no le pasó el secreto de los tallarines al tuco, pero ella anotó la receta de una italiana que conoció en el barrio. Sus fideos no eran como los de Gloria, pero eran deliciosos.

Dolores aprendió a leer muy tempranamente porque su madre le leía cuentos que sacaba en préstamo de una biblioteca pública. Casimiro en cambio se educó consentido y caprichoso; apenas si deletreaba a los seis años. Para cuando Dolores recibía su diploma de Bachiller, él hacía tiempo que no asistía más a la escuela y se lo veía en malas compañías, haciendo estragos en el barrio, resentido y mal llevado con cualquiera que le sostuviera la mirada. Apenas había cumplido los veinte años cuando participó de una riña entre banditas enfrentadas y le metió una puñalada en el estómago a un adolescente de otro vecindario. Estuvo preso varios años porque el herido quedó abandonado y desangrándose en el terreno baldío donde había ocurrido la pelea.

Dolores se enteró de lo ocurrido en su viaje de bodas. Lloró por él aunque intuía de hacía un tiempo que ése sería el destino de Casimiro. Ella en cambio luchó codo a codo con su marido para educar a sus mellizas "premios de la vida", como decía siempre. Elvio, su marido, le admiraba la mezcla de fortaleza y dulzura de su carácter. Él era temeroso, indeciso, de modo que habían hecho una especie de trueque implícito: Dolores llevaba las riendas de la ferretería con la destreza de tres empleados. Elvio se ocupaba mucho de las niñas. Amaneció acunándolas durante seis meses porque las mellizas lloraban por turno todas las noches. Recién se acostaba cuando salía el sol. Dolores se levantaba, cambiaba a las niñas y se las llevaba a la ferretería, donde dormían como ángeles.

Para ese entonces Juana ya no sonreía tanto. Arturo estaba muy enfermo y requería de cuidados permanentes. Cuando él murió, Dolores se la llevó a vivir a su casa.

Un par de años pudo disfrutar la dulce Juana del alboroto de sus nietas. Una mañana, Dolores se la encontró en la cama, muerta, con la sonrisa de siempre en sus labios.

"¡Qué feliz sería si pudiera ver a sus biznietos, todos universitarios!", suspiró Clara.