No lo hagas
Desperté con la convicción de que había llegado el día. Debía hacerlo.
Afuera la lluvia hacía correr aguas turbias por las calles. Vendría la inundación. Nada de eso era importante. Tanto, que ni paraguas llevé. Arruiné mis mejores zapatos cuando intenté saltar el charco en el único lugar que parecía menos turbulento. Nada, sólo son zapatos. Manché de barro mi pantalón preferido. Qué importa. Los jacarandás del Colegio Normal, a pesar del agua, aromatizaban la cuadra y mi espíritu, rejuvenecido por mi misión. Me faltaban los pájaros para que todo fuera ideal. ¿Adónde irán cuando la lluvia los pesca lejos de sus nidos?, me pregunto siempre que se silencian con los aguaceros. Es tierno imaginarlos debajo de alguna hoja protectora o un alero salvador. Unas gotas gruesas y frías me corren por el cuello. La camisa se está humedeciendo, pienso, y me arrepiento de no llevar paraguas. Aprieto el papel que llevo en el bolsillo derecho. El poema no se debe mojar. Lo escribió mi abuelo para su amada. Si mi abuela era su amada, ¿por qué a la foto del casamiento le falta la cabeza de él? Tal vez ella no había sido la destinataria. ¿Mi abuelo tenía una amante? En ese caso el poema lo tendría otra mujer, no mi abuela en esa caja de zapatos que descubrí a los diez años y que cerré con todas las preguntas que nunca hice. ¿Por qué la abrí ahora? Un anuncio de que había llegado el momento. Tendría que haber protegido el poema dentro de un plástico, me digo, y lo sumerjo en el fondo de mi campera. Es impermeable y me falta sólo una cuadra, me tranquilizo.
Subo la escalinata sin prisa: la lluvia es augurio de felicidad. Al llegar a la puerta me sacudo como los perros para eliminar el agua. Chorreo igual, simplemente porque no soy perro. Camino por el largo pasillo del recinto. Nadie me detiene. Mejor, así como va, el momento es perfecto. Llego a la puerta de su sala y miro a través del vidrio, por los pocos resquicios que dejan los cartones con forma de corazón y dibujos garabateados. Ahí está, rodeada de "sus niños" de la salita de cinco. Abro sin golpear y frente a esa bandada alborotada, me arrodillo, saco el poema, lo desdoblo y rescato la sortija de mi abuela, refugiado en su interior como pájaro que no quiere mojarse. Se lo extiendo a mi amada y por supuesto digo la consabida frase: "¿te querés casar conmigo?", mientras pienso que antes tendría que haberle leído las sentidas palabras de mi abuelo. Ella me mira con el ceño fruncido, y sin tocar el anillo me dice entre dientes: "¿cómo se te ocurre hacer esto acá, en mi sala, con los niños delante?; ¡mirá como chorreás agua por los cuatro costados!; ¡si nos ve el director nos mata!; ¡sos docente, caramba!", y me empuja hacia afuera.
Camino por el corredor, ya con temor a cruzarme con el director, el portero o algún colega. Aunque ellos no supieran de mi humillación, de solo mirarme me la adivinarían en la cara; harían preguntas. Llego nuevamente a la vereda. Ya no llueve, pero la ola de agua y barro que forman los autos al pasar me obliga a pegarme contra la pared. Fue una idea muy estúpida... muy estúpida, me repito y siento que desde el fondo del bolsillo, a través de esa argolla que mi abuela despreció al regresar del entierro de su marido, había un anuncio, pero que interpreté al revés. Lo que mi abuela me decía era "no lo hagas". Qué ocurrencia la mía imaginar que ella vendría con un deseo de felicidad para mí. Si se fastidiaba todo el tiempo conmigo. Pasó años queriendo cambiarme. Con mi abuelo era otra cosa: ¡cómo nos divertíamos los sábados por la noche buscando anguilas en el arroyo! Regresábamos arañados por las cortaderas y embarrados hasta los ojos, pero felices. Él no esperaba que yo fuera diferente.
Mis zapatos chapotean y patinan sobre las flores de jacarandá, la campera gotea, el pantalón se me pega a las piernas. Las bolsas de la basura navegan como veleros en el agua que todavía corre por la calle y se encajan en las bocas de tormenta. Alguna de las palomas refugiadas en una de las columnas del teatro me ensucia el poema que sobresale de mi puño izquierdo, apretado como tenaza. En el otro, el anillo se me clava entre la línea del corazón y la de la cabeza. Tengo ganas de tirarlo al torrente de agua, pero lo devuelvo al bolsillo de donde nunca debió salir. Trago saliva como cada vez que me dan ganas de llorar. Puedo adivinar a mi abuela meneando la cabeza, con la sanción en ese solo gesto.
Un colectivo se detiene en la esquina del Colegio. Me subo y trato de quedarme adelante para no mojar a los demás pasajeros, pero a medida que suben me van arrastrando hacia adentro. Miro por la ventanilla y comprendo que tomé el que va en dirección contraria a mi casa. Empujo para llegar a la puerta y alguien me grita; "¡Señora, por ahí no se baja!".