Perseverando

06.05.2017

De las personas que habían pasado por la casa de Lucía, había una que se destacaba por su belleza interior: Tiziana, una viejecita, profesora de música, que todos los jueves enseñaba canto a los niños que merendaban en el improvisado comedor de Lucía.

Tiziana había llegado al amor de su vida gracias a sus lecciones de piano. A las lecciones acudió por obligación, al amor, por perseverancia. Una de sus primas ricas había recibido como regalo de quince años un imponente piano de cola, blanco, hermoso, pero ni la quinceañera, ni sus hermanos tenían intenciones de sacar la más mínima nota de ese instrumento. Antes de que el pobre piano se convirtiera en un bello pero inútil adorno, en el medio del salón de la señorial casa de la estancia de los Martínez Esquerro, fue cedido a Tiziana, quien en realidad ni siquiera alcanzó a averiguar si deseaba aprender piano; su madre exclamó un contundente "aprenderás". Por imposición comenzó, a los doce años, a meterse en el do-re-mi-mi-fa-sol-la-si con el que insistía un viejo pianista, frente a un amarillento teclado, en uno de los salones del hotel más coqueto de la ciudad.

La niña miraba distraída a su profesor pero muy atenta a lo que ocurría en el hall del hotel, donde un joven de unos veinte años se paseaba enfundado en impecable traje de hilo y corbata de seda. El joven, huésped permanente del hotel, era Salvador, un espigado descendiente de sirios, de nariz finita, ojos verde jade, bucles que intentaba dominar con espesa gomina y mirada de moro en celo. Por supuesto Salvador no reparó ni por un minuto en la adolescente flacucha y tímida, sentada al piano, en un rincón del salón contiguo.

Los años pasaron, Tiziana siguió insistiendo con sus lecciones, más interesada en volver a ver el incendio de la mirada de Salvador, que en la pasión de Chopin. Él desapareció junto con la empresa que lo había contratado, pero cuando Tiziana estaba a punto de recibirse de profesora, a los dieciocho años, regresó y se hospedó en el mismo hotel. La desgarbada figura de Tiziana había dado paso a un cuerpo esbelto, de caderas generosas y espalda erguida, en la que se desparramaba una melena renegrida, brillante. Ella atravesaba el hall, abrazada a sus partituras, en el momento que Salvador bajaba los últimos escalones frente a la puerta del salón de la improvisada academia de música. La mirada jade se cruzó con la mirada morena y el flechazo fue inevitable. Ese día Tiziana ensayó por inercia. Salvador, quien faltó a la reunión de su nueva empresa, le quemaba la nuca con una incontrolable contemplación ansiosa, totalmente eclipsado. Para cuando Tiziana paseaba por la plaza frente al hotel, del brazo de su amado, el piano de cola sintió que había cumplido su cometido, aunque la música fuera lo menos importante en su historia.

"Tanta determinación en la madre y tanta fragilidad en la hija", pensó Clara, recordando a Irina, la hija de Tiziana y su dulce amiga de tantos fines de semana en las sierras.

Irina, era una muñeca rubia, de cuerpo menudo y ojos verdes y grandes. Una adolescente con la cronología de un medio siglo que parecía no haber vivido, sino simplemente sobrevolado. De dulzura infinita y gestos casi incorpóreos, flotaba entre la gente, con pasitos breves y andar de hada. Su corazón era demasiado generoso para un mundo insidioso, culpabilizante. "¿Qué habrá sido de ella? Espero que el mundo no le haya contaminado su alma pura", pensó Clara.