Señorita Chichí
−¡Señorita Chichí! ¿Se acuerda de mí?
La anciana miró al almacenero y tuvo deseos de decirle que no, pero el hombre le sonreía con una mirada tan tierna que sólo se atrevió a responder con un gesto amistoso.
−¿Se acuerda lo mal que me portaba? Todavía tengo la marca del punterazo que me dio cuando metí un ratón en el armario. ¿Se acuerda? Mire si ahora hiciera eso. Sabe el lío que se le arma. Las cosas están al revés, ¿vio? Antes a las maestras las respetaban; ahora las tratan como a trapo de piso. Menos mal que usted ya está jubilada... ¿Cuánto le doy de mortadela?
Mientras el hombre, sin dejar de hablar, acomodaba la bocha de fiambre sobre la máquina, la mujer tanteó los billetes en el bolsillo derecho de su abrigo y sintió vergüenza de la miseria representada en esos escasos veinte pesos doblados en cuatro, pero supuso que debía mantener el orgullo de maestra y respondió:
−No pensaba comprar nada, así que salí casi sin dinero.
−¡Por favor, mire si le voy a cobrar a mi querida Señorita Chichí! Porque usted fue la maestra que yo más quise... Con punterazo y todo.
El hombre hablaba y reía, todo junto, con mirada franca y amplia sonrisa. La felicidad del reencuentro con su maestra de segundo grado de la primaria, le brillaba hasta en las mejillas, rosadas como el rostro de un bebé. La barriga se le agitaba debajo del delantal, atado casi a la altura de las axilas. Muchos años habían pasado, pero él recordaba la prolijidad del rodete de la Señorita Chichí. Lejos de ese rodete estaban los cuatro pelos blancos que se notaban lavados y peinados muy de vez en cuando. Pensó en la miseria que cobraban los jubilados y exclamó:
−¡Pero qué tonto! Usted se merece un buen jamón crudo con queso parmesano.
−No, por favor, la mortadela está bien. Me gusta.
−De ninguna manera, acépteme este regalo aunque más no sea por el año que me tuvo que aguantar.
Sin demoras, las manos del almacenero cambiaron la mortadela por el jamón, que cortado en fetas se fue apilando sobre papel transparente. Luego el queso y finalmente una tira de baguette. Ella extendió su billete, pero él se lo volvió a introducir en el raído abrigo gris y la apretó en un prolongado abrazo, mientras colgaba la bolsa en el brazo de la anciana.
La mujer caminó por la calle sin mirar atrás. Si giraba la cabeza por un instante, la culpa la haría volver para decirle que él estaba confundido. Pero cómo explicarle que su vida había transcurrido muy lejos de los libros, simplemente porque ella apenas si sabía leer silabeando... Tal vez podría haber desarmado la confusión, pero en el fondo le hacía mucha ilusión ser la Señorita Chichí de ese buen hombre.