Sin perdón
"Falleció Tía Justina, dijo mamá por teléfono y estuve a punto de decirle: lo sé", recordó Clara, mientras sorbía un mate y controlaba las trenzas de su tejido. Es que esa mañana, cuando ya era adulta y pensaba que esas raras conexiones no la visitarían más, se había despertado escuchando la voz de su tía diciéndole "perdón".
Justina era la mayor de las hijas de abuela Ana y la que más podía recordar a su papá, aunque casi nunca lo mencionara. Quizás por eso eligió a ese jugador y mujeriego que tenía por marido. El juego de celos y reconciliaciones después de discusiones a los gritos, eran una constante en su casa. "Tío Rosendo lo resolvía fácil: portazo y a la calle", rió Clara al recordarlo.
"¡Qué bella era! La más hermosa y elegante de las hermanas de papá", pensó la anciana.
Justina amalgamaba la mejor mezcla de sus padres. Los rasgos finos de los suizos se evidenciaban en su pequeña nariz, el azul de sus ojos, la delgadez de sus dedos y la blancura de su piel; la pasión de los italianos se le notaba en el carácter y en la carnosidad de los labios rosados. Sin embargo en su rostro se podía ver más el sufrimiento que la belleza. Parecía haber absorbido todas las desgracias familiares, tal vez porque fue la encargada de ayudar a su madre en la crianza de sus hermanos, cuando apenas superaba los doce años. Se movía con la gracia de una bailarina de ballet, pero comandaba como sargento de caballería.
De pequeña fue la que más tuvo que soportar el régimen militar de la abuela suiza; de adolescente era la primera en levantarse y la última en acostarse, siempre trabajando para sus hermanos. Erguida para ayudar con las tareas escolares, encogida para el zurcido de los pantalones o el demarcado de los ruedos de las faldas, de rodillas para cepillar la mugre de los pisos, administraba la economía familiar mejor que su madre.
Recién cuando sus hermanos llegaron a la adolescencia y ella pintaba para solterona, aceptó ir a una fiesta en la casa de unos parientes maternos. Allí conoció a Rosendo, el polo opuesto a ella: criollo pícaro y mujeriego que no se perdía fiesta, partida de cartas o guitarreada. De ojos negros y sonrisa amplia, rasgaba su guitarra con dedos de experto y cantaba con voz seductora. Le dedicó una canción a Justina y eso fue suficiente para que ella quedara flechada. Y así fue que aceptó una fiesta y otra, hasta que terminaron casados en menos de un año.
En esa época, y sobre todo en esa familia, no había dinero para luna de miel, ni viaje de bodas, pero Justina vivió en estado de permanente luna de miel durante por lo menos seis meses. Sonreía, lucía más bella y radiante que nunca. Pero claro, Rosendo nunca dijo que sería fiel y no lo fue.
Ella sumó una tristeza nueva a las que ya cargaba en su alma forjada a tormentos. Enloquecida por los celos, más de una vez dejaba la hornalla encendida o la plancha quemando la mesa, para salir a la carrera hacia el lugar donde le contaban que habían visto a su marido. Cuando tuvo todas las cacerolas negras y arregló varias mesas, ya no salió disparada; se quedó en su casa, masticando las broncas, que soltaba todas juntas al regreso de Rosendo, casi siempre con el aliento pesado a vino barato y esquivando los rayos de sol. A pesar de que el matrimonio duró cincuenta años, Justina no pasó un día sin enrostrarle todas las mujeres, reales o imaginadas, que él había seducido. Para cuando Rosendo no podía ni emitir unas notas con la guitarra, estaba medio sordo y la capacidad de seducción era un mero recuerdo, todos esperaban que ella abandonara sus celos, pero no. Hacía desfilar en un rosario de reproches, con lujo de detalles, a las mujeres que habían sido "las loquitas" de su marido. Resultaba increíble que la misma persona que olvidaba hasta el nombre de sus nietos pudiera recordar identidad, y hasta vestimenta, de las mujeres con las que "había pescado a Rosendo en alguna aventura", tal como ella lo rememoraba y él negaba.
Atormentada vivió, atormentada murió: gritó e insultó durante un día entero antes de que un ataque al corazón la venciera. A su muerte le sucedió, poco tiempo después, la de él. "Se lo llevó para seguir discutiendo", solía decir Fernando, quien había querido a su hermana más como madre que como hermana.
Clara no supo bien si el "perdón" que le había susurrado su tía en sueños era por todo lo que había discutido con su marido, o porque antes de morir había destruido todas sus fotos, pero estaba segura de que tenía muchas razones para pedir perdón y había muchas más por las cuales los demás debían pedírselo a ella.